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LA PATRIA ES LA INFANCIA | Un perfil de David Peace

El estreno en Netflix de la interesante miniserie El Destripador de Yorkshire es la excusa para honrar nuestra deuda con un autor que, aunque poco difundido, se encuentra entre los más renovadores del género negro del siglo XXI.

La matriz de las obsesiones

En los 70 un asesino serial actuó en el norte de Inglaterra. Su impacto fue de tal magnitud que es lícito pensarlo como una marca de época, un quiebre cultural, un trauma colectivo. El hombre que asesinó al menos a 13 mujeres y que atacó a otras 7, pero que durante años fue para todas las mujeres el señor del miedo, la amenaza permanente en el cielo gris de un Norte frío y gris, la sombra que obligaba a mirar sobre el hombro una, diez, cien veces. Se lo llamó el Destripador de Yorkshire.

Sobre lo mucho que se ha escrito desde entonces, Netflix estrenó este año una miniserie sobre el caso. No vamos a hablar ahora de esa producción, porque para eso contamos con la colaboración de lujo del gran amigo de la casa, Horacio Convertini, que de eso sabe y que comenta la serie acá. En cambio, de lo que vamos a hablar es de una especie de spin off de aquella historia de terror.

Porque, como suele pasar y nos enseña la Historia, los sucesos de esos días, el clima que se respiraba, dejaron mella, moldeando las costumbres, los traumas y las obsesiones. Algunos, solo algunos, pudieron transformar todo eso en arte.

De una de esas transformaciones trata esta nota.

Aquel pibe en la calle

El 30 de octubre de 1975 aparece el cadáver de Wilma Cann en un campo de golf de las afueras de Leeds. Wilma, madre de cuatro, fue para los medios apenas “una prostituta asesinada”. Y no solo para los medios: también para la policía y para la población en general que, en la misma sintonía, veía pasar el caso con desaprensión. Fue así con ella y con las siguientes tres víctimas: después de todo, prostitutas asesinadas se veían en Inglaterra desde la época victoriana. ¿Quién les prestaría atención, con el Leeds United subcampeón de Europa y el show de Benny Hill en la tele?

En junio de 1977 encuentran el cuerpo de Jayne MacDonald, de 16 años. Ni prostituta, ni drogadicta ni madre desamorada: una “inocente” (pocos resistieron el innecesario calificativo) empleada de comercio que había salido a tomar algo con amigos. Esta “inocencia” levanta un par de escalones el interés por el caso en la opinión pública. Se organizan las primeras marchas de mujeres. La policía, que no logra avanzar, empieza a verse cuestionada.

Toda la fauna asociada al serial killer también se hace presente: falsos destripadores se adjudican los crímenes, aparecen los acosadores callejeros y su contracara, los hombres que se ofrecen para “acompañar” mujeres por las calles, como supuestos protectores. La policía, mientras tanto, se entretiene con un billete de cinco libras encontrado en la cartera de una de las víctimas. Otra, la primera sobreviviente, ayuda a dibujar el retrato robot que en pocos días inundará los diarios y las calles.

Mientras Inglaterra empieza a probar en carne propia el hierro thatcherista y los Clash graban el emblemático London calling, 1979 encuentra al jefe Oldfield trabajando sobre varias cartas y una cinta grabada con la voz del supuesto Destripador. Detectives y lingüistas justifican el sueldo descifrando su acento y, con asombrosa precisión, lo ubican en una zona de Sunderland, donde, por supuesto, no encuentran nada.

El 2 de enero de 1981 la policía detiene a un tal Peter Sutcliffe en su auto, por una irregularidad en la matrícula del vehículo. Está acompañado de una mujer. En la comisaría alguien tiene la lucidez de mirar el retrato robot que hace años empapela toda Inglaterra. “Ey, un momento, este tipo también tiene los dientes separados, da en la altura, hagámosle algunas preguntas”. Un rato después Sutcliffe confiesa todos sus crímenes, con detalles de sobra. “Me alegro de que todo haya terminado, porque hubiera matado a la mujer que iba conmigo hoy”, dice.

Lejos de acallarse una vez detenido Sutcliffe, la psicosis por el Destripador de Yorkshire se potenció. Los tabloids ardían condetalles de los crímenes y de la investigación. Por ejemplo, que el asesino solía acompañar a casa a la secretaria de su jefe para “protegerla”, e incluso que ya había sido interrogado en varias ocasiones, cuando el billete de cinco libras llevó a los detectives a la fábrica en la que Sutcliffe trabajaba como camionero.

El día en que el Destripador fue trasladado a los tribunales la gente llenó las calles para ver pasar el camión que lo llevaba. Entre la multitud, estirado en puntas de pies y tal vez ganando su lugar a los codazos, había un pibe que se había rateado de la escuela. Era un día histórico en Leeds, quizás el día más importante de su vida hasta el momento.

Ese chico se llamaba David Peace. Nacido y criado en Yorkshire, hoy se lo señala como una de las voces más potentes del género negro en habla inglesa en el siglo XXI. Por entonces tenía unos trece años y desde los nueve crecía bajo la sombra del Destripador.

Sin el Destripador de Yorkshire yo no sería escritor

Crecí en las afueras de Leeds y tenía diez años en junio del 77 cuando el Destripador asesinó a Jayne MacDonald, de quince años, en Chapeltown. Su primera víctima “inocente”. Desde ese momento, los crímenes del Destripador marcaron lo que fue crecer en ese lugar, en ese momento.

Empecé a guardar recortes de diarios relacionados con el caso. Fotos de prostitutas muertas, en blanco y negro. Más o menos al mismo tiempo empecé a leer obsesivamente las historias de Sherlock Holmes. Con mi hermano nos creíamos detectives y básicamente nos dedicábamos a intentar encontrar mascotas perdidas y al Destripador de Yorkshire. Tenía la ridícula idea de que seríamos capaces de descubrirlo. 

La investigación del Destripador ensombreció mi niñez. Mi hermana solía decir sus oraciones en voz alta cada noche, y siempre rezaba “Querido Dios, por favor, no dejes que el Destripador mate a mi mamá”. Por cómo era mi hermana debía decirlo diez veces. Si perdía la cuenta, tenía que volver a empezar. Me volvía loco.

Todo el mundo tenía miedo y estaba paranoico. Antes de que lo agarraran, los retratos eran todos diferentes, y en la escuela los comparábamos con nuestros padres, convencidos de que tenía que ser “el marido de alguien, el hijo de alguien” y quizá el padre de alguien. Sentí un enorme alivio cuando se difundió la supuesta cinta grabada por el Destripador que demostraba lo contrario.

El día que Sutcliffe fue arrestado mis amigos y yo nos quedamos en casa para verlo por la tele. Y cuando fue a los Tribunales nos escapamos de la escuela. Recuerdo los movimientos de la multitud y haberme visto arrastrado hacia él, incapaz de resistirme.

Millones de personas fueron afectadas directamente por la cacería del Destripador. Prácticamente todos en el Norte tienen alguna historia acerca de aquellos días: padres que fueron interrogados por la policía, o chicos de entonces que pasaban por escenas de crímenes de camino a la escuela.

En mi adolescencia Leeds comenzó a convertirse en un lugar muy oscuro, muy deprimente. Para darte una idea, ahí filmaron los exteriores de La naranja mecánica. Nunca me sentí cómodo, si hasta los edificios parecían embrujados. La excepción era la Austicks Bookshop y Jumbo Records.

Me fui a Manchester en el 87, pero la situación no mejoró. Intentaba estudiar de día y escribir de noche. No era el mejor lugar para vivir. Estaba solo y sin trabajo, e investigar sobre el Destripador de Yorkshire era deprimente. Estaba enfermo, cansado, no solo del Noroeste, sino de vivir del subsidio de desempleo y pasarme las tardes durmiendo en los cines. Me fui a Estambul, el único lugar donde no me pedían título para enseñar inglés. Era 1992 y al menos podría dejar de escribir.

A los dos años ya estaba en Tokio. Lo único que sabía de Japón lo sabía por haber visto Rashomon, la película de Kurosawa sobre el cuento “En el bosque”, de Akutagawa. No entendía nada de japonés así que visitaba mucho las librerías de segunda mano con libros en inglés. Ahí me encontré con Ellroy y su LA Quartet, El cuarto libro, Jazz blanco fue mi Sex Pistols. Reinventaba el género, y me di cuenta de que si querés escribir el mejor libro de género criminal tenés que escribir mejor que Ellroy. El cruce de la tradición criminal americana con la afilada tradición proletaria del norte de Inglaterra era el lugar en el que yo quería mi escritura. Escribí 1974, la primera del Red Riding Quartet, en un cuaderno, por las noches.

1974 me provoca ahora sentimientos ambiguos. Tiene mucho de lo que llegué a aborrecer del género, tal vez un regodeo excesivo en la violencia. He aprendido que no es necesario inventarse nada. Ya suficientes horrores hay en la sociedad que hemos construido. No hace falta un asesino que cosa alas de cisne en las espaldas de las niñas muertas. Al escribir mucho sobre crímenes reales, como lo hago, comienzas a pensar en el sufrimiento, en el dolor.

Un crimen es brutal, angustioso, devastador para todos los involucrados, y la ficción criminal debería ser igual de brutal y angustiosa. Quedarse en menos es banalizar el crimen, higienizar sus efectos. Es explotar la desgracia ajena como simple entretenimiento. Tengo muy presente esa fina línea.

Cuando escribí la tetralogía leí muchos libros editados en los 70, escuché un montón de música de la época (siempre escucho música de la época de lo que escribo, cualquiera sea), las palabras, los ritmos me sirvieron para trasladarme a ese tiempo, con lenguaje muy diferente al actual. Me obsesiono al mismo nivel que mis personajes, y aspiro a que el lector se obsesione también.

Lo mismo me pasa con el entorno. Particularmente, no puedo cortar mi conexión con Yorkshire. Siento un intenso “amor-odio”, y quisiera borrármelo del sistema, pero no puedo. Las cosas que descubro en mi interior y sobre ese lugar parecen no tener fin. Mi agente teme por mi salud, pero no puedo escribir sobre otra cosa con la misma honestidad y compasión.

No te das cuenta mientras vas creciendo, pero el lenguaje dice mucho: llamar afectuosamente “vaca” a las mujeres, o el hecho de que los hinchas del Leeds United se enorgullecieran de que la policía no encontrara al Destripador, o aquella remera que decía que “Allan Clarke golpea más rápido que el Destripador”, todo eso era muy común. La gente mandaba aquellas cartas falsas como se hacía con Jack el Destripador, como si quisieran ser él. Nos preguntábamos “¿Por qué no fue el Destripador de Cornish?”. Fue el de Yorkshire. Pasó en ese momento, en ese lugar, y no creo que haya sido casual. Estoy convencido de que el entorno hace a las personas, nos da una forma de ser. El norte de Inglaterra tiene bonitos paisajes, pero también es frío, duro, acerado. Todo eso se traslada a las personas. Yorkshire en aquellos años era un lugar muy hostil para las mujeres. Y yo escribo porque quiero entender quiénes somos, qué nos pasa. El crimen sucede en una determinada sociedad, y el género negro nos permite examinarla.

El asesino es lo que menos me interesa. Es una persona más. Lo que me importa es ver cómo su accionar afecta a la sociedad, a la policía, a los periodistas. ¿Por qué sucede? ¿Es en algún punto responsable la sociedad? Peter Sutcliffe era un enfermo mental y sexual, pero no se puede obviar lo sexista y misógina que era la sociedad de Yorkshire en los 70. No fue casualidad que los crímenes ocurrieran allí. Ojalá que nunca hubieran sucedido, que el Destripador de Yorkshire nunca hubiera existido, pero sin él yo no hubiera sido escritor.

No me molesta que se me etiquete dentro del género criminal, aunque he escrito otras cosas. Dostoievski escribió sobre crímenes, Kafka también. Bretch, Orwell escribieron sobre crímenes. Dickens, Greene, Dos Passos, Delillo. Para mí, hoy en día “literario” significa escritores británicos con sus Masters en Escritura Creativa queriendo escribir la “Gran Novela Americana” y llenando los estantes de las librerías con basura ilegible sin trama, sin personajes, sin huevos, sin corazón y, sobre todo, sin una voz británica. El mejor trabajo siempre se hace en los márgenes y en los géneros. Burroughs y Ballard en la ciencia ficción, Ian Sinclair y Alan Moore.

Me enorgullece compartir sección con Ellroy, Mosley, Pelecanos y Rankin. Admito que a varios de ellos solo llegué una vez que empecé a escribir. Antes, mis grandes influencias fueron Derek Raymond y Ted Lewis. Raymond combinó la novela experimental y literaria con la novela de detectives, y Lewis combinó la novela de detectives con la ficción proletaria de Braine y Barstow. Aunque no me pongo al nivel de ellos, ojalá se me vea como continuador de esa tradición inglesa.

Patear el tablero

Y llegamos así a lo que fue la obra inicial de la ahora larga trayectoria de David Peace: el Red Riding Quartet (Riding es la denominación que tienen las subdivisiones administrativas del condado de Yorkshire, donde transcurren las historias, de ahí el nombre).

Las cuatro novelas, publicadas en inglés entre 1999 y 2002, cubren los años desde 1974 a 1983. De hecho, los títulos de las novelas de la tetralogía son 1974, 1977, 1980 y 1983. Si bien se centran en los crímenes del Destripador, no son novelas históricas. De hecho, no abarcan “exactamente” los años de accionar conocido del asesino, a quien se le atribuye su primera víctima en 1975 y quien fue detenido en 1981. Los cuatro libros fueron publicados en castellano por la catalana Alba Editorial, a partir de 2010.

La acción de 1974 comienza en diciembre de ese año. Edward Dunford es columnista de sociales en el Yorkshire Post. Dos horas antes del comienzo del funeral de su padre se encuentra cubriendo una conferencia de prensa. Se prevé que la policía va a anunciar que una niña de diez años ha desaparecido. Los padres desesperados de la niña también estarán allí. 

Unos días más tarde la niña es encontrada muerta y violada, con dos alas de cisne cosidas en la espalda. El odiado Jack Whitehead, columnista estrella del diario, vuelve a quedarse con la nota, pero a Edward ya no le importa: lo que había comenzado como una cobertura periodística va convirtiéndose velozmente en una obsesión para él.  Relaciona el crimen con otros similares que tuvieron lugar unos años antes y comienza a ir por ahí, haciendo las preguntas inadecuadas a las personas incorrectas. Y empieza a tener problemas. Muchos y serios y muy dolorosos problemas.

En un paisaje gris, frío, bajo una lluvia permanente, la narración cobra un ritmo enloquecido, acompañando el trágico descenso del protagonista y narrador al infierno de esta historia. La trama se complica y por momentos parece confusa, pero lo es en la medida en que la confusión crece dentro de la cabeza de Edward, que encuentra toda clase de asuntos sucios: corrupción policial, negocios inmobiliarios fuera de la ley, crímenes sexuales, desaparición de personas, mutilaciones de animales, chantajes. 

Debut extraordinario, novela ultra violenta y que exige esfuerzo al lector, en 1974 ya se ven claramente las influencias de Ellroy tanto en la temática (crímenes perversos, protagonista obsesionado, relaciones tortuosas), como en el estilo (diálogos filosos, frases muy cortas, repeticiones).

En 1977 aparecen en los protagónicos Jack Whitehead y Bob Fraser, dos actores secundarios en 1974. Jack sigue siendo columnista en el Yorkshire Post. Bob es el mismo sargento de la policía de West Yorkshire que ayudaba a Eddie Dunford en aquella primera historia. 

Pero de ambos conocemos ahora algunas cosas más. Después de todo, son los protagonistas y narradores de esta segunda parte. Bob tiene un pequeño hijo, único y frágil vínculo que lo une a su mujer. La relación con ella, hija de un policía que agoniza en el hospital y a quien debe cuidar sola, hace rato que no funciona. Más precisamente, desde que Bob se ve con Janice, una prostituta negra a la que conoció en un operativo antivicio, y cuyo polvo en el asiento del patrullero lo enamoró para siempre.

En cuanto a Jack, tres años más tarde su afición por la bebida no lo ha matado, pero tampoco ha disminuido.  Sigue solo, aunque siempre duerme con alguna que otra chica fácil. Pero la que lo desvela, la que lo visita en sus pesadillas es su ex esposa, Carol.

Un sujeto a quien la prensa ha bautizado “el Destripador de Yorkshire” aparece como el responsable de toda clase de agresiones que se vienen cometiendo en los últimos años contra prostitutas de la zona. Varios de esos ataques llegaron al asesinato. No hay pistas firmes, pero el caso se convierte en una obsesión para Jack y para Bob, periodista y policía, investigadores arquetípicos. Y ambos enredados con prostitutas de Chapeltown, potenciales víctimas del Destripador.

En capítulos intercalados —que siempre comienzan con un extracto de un show radial de la época, recurso que le sirve a Peace para transmitir el clima de Yorkshire en aquellos días del Jubileo por los 25 años del reinado de Isabel—, Jack y Bob van hundiendo al lector en las tenebrosas profundidades de sus propias locuras. Ninguno de los dos es un narrador que esté en condiciones de transmitir de forma clara lo que está pasando, lo que van descubriendo. Los dos están tan personalmente atravesados por la historia que no alcanzan a tener la lucidez suficiente. Y ese desasosiego, esa confusión, esa desesperación pasa al lector.

Como en 1974, aquí también hay violencia de la pesada, de esa que resulta difícil de digerir. También hay corrupción policial (¿son todos suyoslos crímenes que se le adjudican al Destripador?), y editores —de diarios, de porno— que no son ningunos santos. Existen conexiones argumentales con aquella primera parte, aunque ninguna tan vital que requiera la lectura previa de aquella. 

1977 es una historia más compleja en su estructura, una historia de amor enfermizo, de odios, violencia extrema y locura, narrada con un lenguaje acertadamente seco, filoso, casi dañino.

Ya en 1980 estamos de lleno en los oscuros tiempos de la Thatcher. La población sigue aterrorizada y la policía local no logra avances en su cacería del Destripador. Peter Hunter, comisario del Gran Manchester, es puesto al frente de un grupo de cerebros para que intervenga en la investigación. Hunter tiene sus propios fantasmas, pero aun así parece de lo más “normal” de la serie. Ahora bien, ¿es casualidad o no que los altos jefes justo lo elijan a él para esa tarea? ¿Justo a Peter Hunter, quien poco tiempo atrás investigó asuntos de corrupción interna en la policía de Yorkshire? No esperarán que alguien colabore con él, ¿verdad?

Con la presencia de algunos personajes de las novelas anteriores, y cuyas apariciones van arrojando luz —muy de a poco— acerca de sus destinos, Hunter y su gente se van hundiendo, sin prisa pero sin pausa, en el barro y la locura de los asesinatos más sanguinarios, en las redes de pornografía, en la mugre interna de la policía. Por otras razones, ellos tampoco hacen grandes avances. Pero así y todo “molestan” bastante. A tal punto que en un momento al mismo Hunter se lo implica en los hechos. La cosa se pone brava de verdad para él. Y eso que el misterio del Destripador se resuelve, aunque solo parcialmente, en esta entrega.

El recurso distintivo que utiliza Peace en 1980 es el de abrir los capítulos con textos que parecen flujo de conciencia a veces del Destripador, a veces de sus víctimas, llenos de frases inconexas, sin ninguna puntuación y que suelen terminar de manera abrupta. Ese formato que explicita de alguna manera la locura imperante, en un paisaje de lluvia permanente, de frases que se repiten como mantras, resulta opresivo, quita el aire al lector. 

En 1983 se cierran varios (no todos) los misterios planteados en las novelas anteriores. La complejidad de esta saga, en su trama y en la forma que elige Peace, con sus permanentes flashbacks y los pensamientos enroscados de sus personajes —mitad conciencia, mitad pesadilla— le da mucho trabajo, y del bueno, al lector.

Si bien la figura del Destripador sigue sobrevolando, en esta última novela de la serie se retoma con fuerza la trama relacionada con la desaparición de las niñas. Sucede que, un día de mayo de 1983, la pequeña Hazel Atkins no regresa a casa. Casualmente —¿casualmente?—, Hazel iba a la misma escuela que Clare, aquella nena de 1974. Es el infierno que vuelve a empezar.

Inglaterra está a oscuras, siempre llueve, y en los paredones se lee “fuck the argies”. Las voces de tres personajes cuentan la historia. Maurice Jobson es un inspector de la policía de Leeds a quien conocemos de todas las novelas anteriores. Como policía de alto rango de un cuerpo corrupto, está manchado por esa podredumbre. Asuntos sucios que van desde el control del porno en las calles hasta la inversión de sus beneficios en negocios inmobiliarios. Pero Jobson ha participado de las investigaciones de todas las desapariciones de niñas hasta el momento. Y ahora que es un hombre abandonado por su familia, algo le hace click en la cabeza, y empieza a moverse por donde nadie nunca se asomó a mirar.

BJ es un muchacho que conoció el horror durante su infancia. Ahora se prostituye en los baños de estación. Ya lo hacía cuando lo conocimos, como confidente del periodista Barry Gannon, allá en 1974. BJ lleva años huyendo. Hay gente que quiere matarlo. Parece que es algo relacionado con la masacre del bar Strafford. ¿Vio BJ lo que no debía?

El tercer personaje es John Piggott. El Gordo Piggott. Es abogado, y aparece por primera vez en esta cuarta historia. Es oriundo de Fitzwilliams, el suburbio en el que pasaron cosas importantes en 1974. Además es hijo de un policía que casualmente —¿casualmente?— se suicidó justo en aquellos años. En 1983 John entra en la historia gracias a Michael Myshkin. Myshkin lleva ocho años recluido en un psiquiátrico, desde que fue forzado a confesar el crimen de Clare. Su madre va a ver a John y le pide que lo represente y apele. 

La narración se estructura yendo y viniendo desde 1983 hacia atrás, a 1969 cuando desapareció la primera nena. Los tres personajes aportan datos acerca de los sucesos de la historia, y de las motivaciones que los mueven. Jobson busca la redención, aunque sin gran esperanza. BJ, aterrorizado durante años, decide ahora huir hacia adelante y vengarse. Y John Piggott, que parece un outsider en esta locura, un gordo que escucha música y de vez en cuando se fuma un porro—no es casual que su historia esté contada “desde afuera”, en una segunda persona—, acepta el compromiso de buscar justicia. Y paga por eso un precio altísimo.

El Red Riding Quartet fue una patada en el tablero de la novela negra. Al nivel de su admirado Ellroy, Peace pone al lector frente a la certeza de un corrimiento de los límites del género. Ultraviolento, duro, difícil de leer. ¿Se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet? Todos los que amamos este género sabemos de sus límites elásticos. Como diría Andreu Martín, muchas y muy distintas obras entran “en el estante”. Pero las hay que se asoman al borde, a punto de caer a otro lado. Esas obras son las más interesantes. Viven “en el estante” pero funcionan como puertas ocultas hacia algún lado de etiquetas más difusas. Este cuarteto es una de ellas.

Entonces, ¿se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet?

Absoluta y necesariamente, sí. 

Sobreviviendo al Ripper

No toda la obra de David Peace gira alrededor del Destripador, ni mucho menos. Sin embargo, su lazo con Yorkshire y con Inglaterra misma motoriza por completo su trabajo de ficción y no ficción. Como muchos otros autores, Peace también necesita de la distancia para poder escribir sobre su lugar, sobre su historia. Por eso ahora todo lo produce desde Tokio.

A la tetralogía de Yorkshire le siguió GB84. Publicada en 2004 (traducida al castellano en 2018 por Hoja de Lata) transcurre durante la tremenda huelga minera que paralizó a Inglaterra en los años 1984 y 1985. La huelga, durísima, dramática, terminó con la derrota del movimiento sindical, y condicionó el futuro laboral de la clase trabajadora inglesa desde entonces. Como el Destripador, este fue otro suceso que marcó el crecimiento de Peace y su vida posterior. “Viví intensamente aquel momento, pero cuando me puse a escribir GB84 me di cuenta de cuánto le debía. Supe de gente que estaba perdiendo sus casas y demás, pero realmente no tenía conciencia de lo que eso significaba. Conozco personas que se ha arruinado la vida, y me pregunto si podría pasar lo mismo hoy. ¿Podría la gente trabajando en pozos productivos, con buen sueldo y futuro, ir a la huelga y perder sus casas y sus ahorros por desconocidos de otros pozos improductivos? Lo dudo, pero no se puede dejar de admirar a aquellos que lo hicieron”. GB84 afianza los patrones estilísticos que Peace fue moldeando en sus primeras novelas. Está narrada desde múltiples puntos de vista, con muchos sucesos históricos entreverados y con algunos elementos criminales (vinculados principalmente con los rompehuelgas y los paramilitares entrenados en Irlanda del Norte). De hecho, podría haber sido el quinto libro del Red Riding, pero Peace creyó que hubiera sido desmerecer la importancia de la huelga. Por eso escribió un libro aparte.

Futbolero fanático, siguió con Maldito United (publicado en inglés 2006, traducido 2015 por el Editorial Contra), una mezcla de crónica y ficción acerca del breve paso del polémico Brian Clough como entrenador del Leeds United en 1974. En 2013 publicó Red or dead, sobre la historia del Liverpool FC y su entrenador Bill Shankly, una leyenda que lo llevó a la gloria y que se retiró sorpresivamente en … 1974. ¿Alguien diría que David está obsesionado con un lugar y una época?

Para nada: el siguiente proyecto que fue desarrollando paralelamente al menos cambia la geografía. Es la Trilogía de Tokio, de la cual tenemos las dos primeras entregas disponibles en castellano: Tokio año cero (en 2007 en inglés, traducida para Roja & Negra en 2013) y Ciudad ocupada (de 2009, publicada en la misma Roja & Negra en 2014). Ambas transcurren en Tokio durante la ocupación americana posterior a la guerra. La primera es sobre el caso de un asesino serial y la segunda está basada en el caso real de la masacre de Teikoku. La tercera parte es Tokio Redux, que vio la luz en 2020 y cuya traducción acaba de salir por Hoja de Lata, con prólogo de Carlos Zanón, un lujo.

Por último, de 2018 es el libro de relatos Paciente X. El caso clínico de Ryūnosuke Akutagawa (Armaenia Editorial, 2019) sobre la vida del escritor japonés de comienzo del siglo XX y, según señalan algunos, una reflexión acerca del acto de escribir y las obsesiones que vienen en el combo.

Obsesiones de las que David Peace, como se ha visto, conoce bastante.

Etiquetas: , , , , Last modified: junio 9, 2021
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